Aunque ya sea conocida por su vasta trayectoria, A Toda Costa comparte un cuento de María Lorena Barrera que recibió el primer premio en el concurso literario organizado en 2010 por el C.B.C. (El texto siguió creciendo y luego la autora lo incluyo como relato enmarcado en su novela Alina Latinomérica publicada por Editorial Autores de Argentina en 2017).
Los hechos graves que hacen a esta historia que narraré, están fuera de tiempo, ya sea porque, en ellos el pasado inmediato queda tronchado del porvenir, o porque no parecen ciertas las partes que la conforman. La cosmogonía de este relato, apenas un fundamento ilógico, fantástico, un retazo de vida entre un hombre y una mujer, sólo indica que para el amor, no hay más remedio que el amor mismo. Imposible otra cura, inútil y fatal todo lo demás… (Rememorando a Jorge Luis Borges)
- Niña, qué bonita se la ve hoy, tan hermosa como siempre, tan única, pero apúrese Niña que llegan los invitados y no pueden verla desarreglada, a ver, a ver, cambie la carita, esa carita daría pena al payaso más feliz del circo…Niña, permítame arreglarle el cuello y sonría mi Niña, sonría, así está mejor. Así todos sabrán que mi ama es la niña más bella de este pueblo, de todos los pueblos mejor diré, así que vaya y luzca mi niña, vaya deje a todos con la boca abierta como usted suele hacer, vaya niña, vaya. Derroche su talento, también como usted sabe hacer.
Apenas diré que se llamaba Sofía Lina Costa, no la volveré a nombrar, nosotros le decíamos Niña Sofía y ella se dejaba llevar por ese sobrenombre de época. Decía, riéndose, que don Juan Manuel de Rosas llamaba así a su hija: Niña Manuelita y que su sobrenombre se debía a que su padre guardaba gran admiración por la figura de Rosas y habría tomado de allí la forma de llamarla.
Una mañana que embriagaba el aroma de los talas, la Niña bajó de su habitación, caminó por el parque podía ver el río, sí que lo vio, e imaginó una enorme ola que se la llevara lejos, envuelta en una música ilegible, pero ese río no tenía olas que fregaran su cuerpo (solitario) lejos de la masa de espíritus que holgaban ahora en la casa, en la enorme casa que un día cerraría sus puertas para siempre. Había soñado que era viernes y no sábado. No se la veía feliz. Y no era feliz. Yo no la veía así. Lo cierto es que ese sábado (y como todo está escrito) ella vio que Mario trajinaba algunos cueros y, estaba cerca, muy cerca de ella. Mario era, para los Costa, ese peón de confianza que no levantaba la cabeza ni siquiera para decir- Buen día don Luís. Era muchas cosas Mario, el hombre de fiar, el mandadero, un tanto jardinero, todo le estaba permitido en la mansión Costa… "apenas una cosa prohibida," apenas…-Sepa usted Mario que le está prohibida la… la Niña Sofía, la hija del patrón, ¿entendió hombre?, ¿verdad que lo entiende? A usted tanto como al resto de los peones, las otras sí, cualquiera de las otras, pero la hija del patrón no se mira. Jamás intentó Mario, siquiera, comprender esas palabras, y los hechos que las sucedieron así lo testifican. Pero claro que la Niña suspiró al verlo, como para no hacerlo, como para no soñar con ese hombre. Un mancebo amarronado por los soles estivales, tan hermoso como una tormenta de verano. Un dios furioso en la plenitud de su hermosura, con su bravura intacta como un toro humano, como un titán desenfrenado y bárbaro, como un animal con manos de fuego. Un hombre todo boca y misterio, rompiendo toda regla humana y traspasando (sutiles miradas) el cuerpo rosado de esa mujer que, ya infectada, enferma del mal de amor, o del deseo, había pasado a engrosar cada célula de su cuerpo.
Todo comenzó esa mañana, o quizá esa tarde, no lo sé exactamente, pero recuerdo que ella recorría el talar cuando Mario se acercó - ¿Niña necesita alguna cosa? Había estado pensando en acercarse a ella y preguntarle, algún día, de una vez y para siempre, si necesitaba algo, había juntado todo el aire del mundo para formular esa pregunta y no lo soltaba. Había traspasado todo límite al acercarse a ella, había roto todo juramento y verdaderamente, no le importaba romperlo. Esa mujer le gustaba y estaba dispuesto a todo y cuando digo todo encierro con esa palabra a la vida, a la muerte, a la eternidad. Ella sonrió, sabía que Mario jamás hablaba, por el contrario nunca lo hacía y que estaba realizando un esfuerzo sobrehumano por sostener esas palabras. -A decir verdad, sí Mario, necesito una cosa… y (pensaba al tiempo que le clavaba la mirada y lo hería con el silencio) …no ahondaré en dilemas filosófales, ni en cuestiones harto ambiciosas de ética, ni de moral, no diré nada sobre el amor, ni usaré la señal de la cruz para arrepentirme de lo que haré una vez pronunciada la palabra,… sí, claro que necesito una cosa: (lo miró como jamás se hubiese atrevido una ninfa, lo miró con deseo) "lo necesito a usted". Juntó sus pequeñas manos de princesa de fotografía, miró hacia abajo, dio media vuelta y se marchó. Se fue caminando despacito, tanto que las hojas secas no crujieron al pisarlas, tanto que todos supusimos que no estaba pisando la tierra en ese momento. ¿Cómo explicar con palabras la expresión de Mario y la demente y furtiva carrera de los latidos de su corazón? ¿Cómo contar que la sangre lo abandonó y la piel fue apenas costal de sueños? Es inexplicable el amor en la vida de una persona, también la muerte, pero al menos ésta última es una certeza.
No me detendré en los detalles que hicieron al romance, ni en contar las muchas sábanas que humedeció la bravura incontrolable de ese amor que sacrificaba y rasgaba en mil partes los gemidos de los amantes, los llantos, los vahos terrenales, carnales. Me niego a un análisis semiológico, dado que camisas y faldas arrojadas, con prisa, por los suelos del amor, tanto hierven cual brasas en el siglo diecinueve como en el veinte y no son más que eso: circunstancias de cada entrega y, cada entrega es harapo de sí misma. Eso sí, no pretenderé austeridad de sentimientos porque entre las muchas sirvientas, yo misma fui testigo de los calores una noche cualquiera de las tantas, en las que ellos ensuciaron el segregado cuarto de las maravillas. En la más sagrada de las bacanales de su desgracia, habían descubierto que se tenían el uno al otro y, yacían en almas desnudas sobre los bordes de la cama, o en las alfombras embriagadas de placer, o en la silla, lejos el cuerpo del llanto y cerca, muy cerca de la locura y del amor desmedido, ése que sólo unos pocos privilegiados, viven en la vida.
"La casa de los Costa se estremecía de principio a fin y temblaban los ángeles de sólo ver a Mario atravesar "esa puerta". Y lo que acabo de contarles es una verdad literal, no una metáfora, no es realismo mágico, es la desnuda verdad." Ella… de pie a su lado, dócil, curiosa, anhelante, oculta en un haz de luna, suave la respiración, ya no luchaba contra la resistencia de su nombre (o al menos… lo parecía). Él… un hombre con la desnudez de la carne y las vísceras en la mano, con el llanto de un niño en la cara porque sabía que amanecía y que el sol, ese sol que amaba, lo haría mil pedazos al bajar las escaleras. Sobre el rectángulo claro de la ventana, las sirvientas, en mimesis infernal, dejaban caer de sus bocas los cantos mortales y dulces de las sirenas de altamar, sirenas de río, llagadas sus colas por las escamas de la soledad. Declamaban, emulando palabras incomprensibles, sonidos guturales provocados por las entrañas del placer que, solamente se dejaba oír. Una de ellas hubiese dado sus tesoros (cien rupias de plata escondidas entre las maderas de su cama) por un solo beso de Mario, las hubiese entregado feliz, lo confesó una mañana con las orejas raspadas y sangrantes, pero saciada, maravillada, …"hubiese pagado todo lo que tengo por una noche con ese hombre", dijo, en la impericia de su inocencia, y yo, negando con la cabeza… la comprendí sonriendo, (jamás pude confesar que hubiese hecho lo mismo).
¿Querés saber cómo terminó la historia de Sofía y Mario? Te invitamos a conocer su final el próximo domingo!
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