Nuestra niñez fue fantástica, soñada, estupenda, magnífica delimitada entre la escuela, la barranca del Talar de Costa y los juegos en la esquina de casa.
Así fue. Porque en esa época que vivimos podíamos jugar en la calle. Imaginen: muy pocos automóviles; pasaban el canastero/plumerero en carros tirados por caballos, el lechero, el verdulero, el panadero, el mercero en un triciclo, a pie el pescador con un palo sobre hombro del que pendían los pescados frescos, gritaba "¡pescatore!" y las mamás salían a comprar… en fin, sin peligros visibles.
Vivíamos sobre la "barranca", sobre la refinería de petróleo, aspirábamos a pleno pulmón el hollín, que arruinaba las tandas de ropa lavada de nuestras madres: "hoy no se puede tender, hay hollín" se comentaban unas a otras," ayúdame rápido a bajar la ropa de la cuerda, ¡está cayendo el hollín!" nos decían las madres, y eso hoy nos trajo problemas bronco pulmonares.
Papá Lito contaba "el incendio de la refinería", él tenía 14 años ese 28 de agosto de 1934 y recordaba el episodio con emoción.
Íbamos a la escuela por la Lavalle temprano a la mañana, saltando sobre los charcos helados por la escarcha que se quebraba bajo nuestros pies. En los recreos jugábamos a las "figuritas" (pregunten a la abuela qué eran exactamente, ella, seguramente, recuerda), a las rondas, a la mancha.
De vuelta al barrio, después de los deberes, otra vez los juegos en la esquina de Brown y Marconi (antes Paraná, hoy Becerra) a plena luz del día o bajo los faroles que pendían de los hilos de corriente continua (pregunten al abuelo, él recuerda la diferencia con "la corriente alterna" que llegó después).
Ahí teníamos un hábito: cazábamos los "bichitos" que venían atraídos por la luz, sí, ¡había insectos en esos tiempos! Los "bichos de luz", o luciérnagas, los poníamos dentro de un pañuelo blanco a modo de farolitos; corríamos a los sapos; los pobres escarabajos y "toritos"… los hacíamos caminar y luego ¡los pisábamos! ¡Perdón insectos! Jugábamos a las escondidas, a las rondas, a la mancha, a la soga de saltar, a las estatuas.
Los padres y madres descansaban sentados delante de la puerta de nuestras casas en cómodos sillones de paja o mimbre. Todos los vecinos y sus parejas al caer la noche después de la cena, salían delante de sus viviendas, se saludaban, charlaban, se contaban anécdotas y los sucesos del día.
Entretanto nuestros juegos seguían sin fin, hasta que se oía "¡Marineeella é Grazieeeella!" "¡Mariiiina!" "¡Danieliiiito!" "¡Jorgitiiiiito!" "¡Virginiiiiita!" y otros nombres de varoncitos y nenas pronunciados de manera más imperiosa a medida que eran repetidos por los padres: nos llamaban para ir a dormir a contramano de nuestros deseos.
¿Qué?
¿TV? ¿Celulares? ¡NO! No había, ¿cómo hubiéramos tenido tiempo para eso?
Testigo de todo lo que contamos era "el Talar de Costa".
El tala es un árbol del monte autóctono, espinoso de madera blanca y dura, puede llegar a 10m de altura y 60cm de diámetro. Tiene flores en primavera y frutos anaranjados en verano, que son dulces y deleitan a los pájaros. Hace poco vimos que se usaba en medicina popular. En la barranca del Talar de Costa no eran muy altos.
Había también ombú, tipa, espinillo, cina-cina, algarroba o chañar con sus vainas dulces, tal vez alguna acacia, una araucaria, cañaverales y varios arbustos como la zarzamora o la zarzaparrilla, que los varones fumaban.
Talar testigo porque todas esas idas y venidas sucedían delante de la bella reja de la Marconi, la entrada del lado de calle Brown, antiguo acceso principal de la mansión, pasaje de los carruajes.
Ese talar era en un tiempo "lo prohibido" porque no debíamos ir, y un llamado a la aventura, a los juegos.
Íbamos con las otras niñas, como Lía Suarez de Roveda ya contó, cerca de la casa de Costa, a las galerías, el patio lateral, el aljibe decorativo, la glorieta, las tumbas de los perros, el caminito del borde de la barranca, la salida del "túnel", siempre bajo la mirada atenta de los cuidadores.
Allí las flores blancas, los "ramos de novia", los frutos: las "moras" blancas y moradas, las dulces vainas de miel de algarrobas… nosotras, muy modositas a veces y otras no tanto, robando flores para las mamás o comiendo moras y soportando los retos porque volvíamos con la tintura de los frutos en la cara. El robo de moras desde la terraza de la casa de Alicia y Lía Suarez hacia la copa del árbol, para comerlas sin más o exprimirlas para sacar un poco de jugo, arrancar las flores de los vinagrillos para absorber la savia amarguita, son temas que se reiteran en nuestras charlas.
Robar flores o frutos de ese tipo, era robar amor, dulzura, color, sabor… y muchas risas.
En otras ocasiones compartíamos momentos con los hermanos, primos, los varoncitos que sí iban dentro del talar, al parque y a las barrancas, muy a pesar de Don Manuel y Don Vicente.
Nos gustaba verlos jugar a los bandidos, los soldados, los cowboys, remontar barriletes fabricados por Don Banchero o por ellos, cazar pajaritos con las "hondas" que fabricaban ellos mismos en sus casas, ¡perdón pajaritos! Hoy nadie enseña esas artes infantiles a los pequeños, por suerte; había muchos pájaros y otros animalitos menores en el predio. También hemos compartido con los varoncitos la construcción de "casitas de ramas" que nos cubrían de la mirada del cocinero y su cuchilla amenazante y algún fogón donde asábamos a la brasa batatas dulzonas con cáscara, exclusivas para "los del barrio".
Bajo el Talar había una cancha de futbol que llamaban "la canchita" o "la palangana", era una antigua excavación de tierra greda -para fabricar ladrillos suponemos- que tenía forma redonda. Los hombres, los muchachos y niños del barrio iban a jugar a la palangana, bajaban por la calle Paso. Los adultos jugaban al futbol los domingos a la tarde, "después de comer nos vemos" decían. Los niños solo cuando estaba disponible. Cuando había partido se oían los gritos entusiastas o las quejas, desde arriba.
Nosotras éramos niñas y en esa época las mujeres no jugaban al futbol. Entonces mirábamos desde lo alto, ¡era realmente alto en efecto!
En verano la barranca del Talar estaba completamente tapizada de campanillas blancas, rosadas y azules.
Cansadas de ver un partido que no entendíamos mucho, las aventureras nos lanzábamos sentadas por la pendiente, como en un tobogán y la vegetación nos pintaba de verde. Terror de nuestras madres ese juego que hubiera podido lastimarnos con algún alambre o vidrio ocultos bajo las campanillas inocentes. Luego de volver a subir teniéndonos de los tallos simplemente, nos encontrábamos en esa situación" pintadas de verde "y retornábamos a casa a decirle a nuestra madre: "¡Mamma! ¡tutta sporca!" Primeras palabras en idioma extranjero pronunciadas bajo la inspiración de Marinella Nicelli, quien hablaba mitad y mitad italiano-español. Ella 5 y nosotras 4 años más o menos.
La Casa de los Costa estuvo siempre allí, presente, inmutable pensábamos.
Papá Lito, quien hubiera cumplido 100 años el año pasado, nació en Brown 180 y veía pasar a la Niña Costa en su carruaje tirado por caballos, lo contaba siempre. El conoció la Casa.
Nosotras también en una o dos raras ocasiones y luego en octubre 1958, el día del remate. Vecinos y vecinas estuvieron presentes ese día y había como un ambiente de nostalgia por la Casa y de tristeza, como "un final de fiesta ".
Las máquinas destructoras llegaron. Con su potencia, las topadoras y con sus ruidos ensordecedor, las sierras, "el Talar" fue cortado ese año, pero para nosotros, pequeños inocentes era una fiesta poder remontar barriletes a cielo abierto.
Algunos chicos y muchachos de este relato ya fallecieron, otros "desaparecieron", alguna de las chicas también. Para el resto hubo cambios importantes en nuestras vidas personales y familiares, cambio de barrios, de ciudades, de provincias, de países… pero "el Talar" está siempre ahí, presente en nuestro imaginario.
La memoria de Marina Vera, desde Zárate, con el lápiz de Virginia Halecka Cattin, desde Suiza.
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